jueves, 12 de enero de 2012

Jefe Seattle: el primer líder ecologista




En esta primera entrada del blog quiero recordar el discurso del Jefe Seattle (c. 1780 - 7 de Junio de 1866), líder de las tribus Suquamish y Duwamish en lo que ahora se denomina estado de Washington en Estados Unidos. Cuando leí por primera vez este texto, mi joven corazón ecologista se conmovió de tal manera que estas palabras se convirtieron en una especie de talismán y aún guardo como un tesoro la primera copia mecanografiada que conseguí del texto, allá por 1987, (algunas partes incluso tienen ya la tinta borrada por el paso de los años).


Para los que no lo conozcan, este discurso del Jefe Seattle data de 1854 y fue la respuesta del jefe indio al gobernador territorial Isaac I. Stevens en la reunión que este último organizó para discutir la rendición de los indios o la venta de las tierras de los nativos a los colonos blancos.
El Jefe Seattle era importante entre su gente; siendo joven se había ganado su reputación como gran guerrero al derrotar en numerosas ocasiones a grupos de otras tribus invasoras. Era un hombre muy alto y robusto y también era alabado como orador; se dice que su voz llegaba hasta media milla o más de distancia cuando se dirigía a una audiencia.
En cuanto a su discurso se cuenta que, una vez que el gobernador terminó su exposición, el Jefe Seattle se levantó para hablar, apoyó una mano sobre la cabeza de Stevens, mucho más bajo que él, y habló con gran dignidad durante largo rato.


Actualmente el texto se considera un clásico en el ámbito de la defensa de la naturaleza y los valores medioambientales, casi tanto como en el ámbito de los derechos de los nativos norteamericanos.


Existen controversias relacionadas con el texto. Aunque no hay ninguna duda de que el jefe Seattle dió el discurso, sí que las hay con respecto a la exactitud de las palabras que nos han llegado. La Respuesta del Jefe Seattle es mencionada por primera vez por el Dr. Henry A. Smith en el Seattle Sunday Star en 1887, unos 32 años después del discurso. Smith asistió al discurso pero no hablaba el idioma del Jefe Seattle, que habló en la lengua Lushootseed y fue traducido primero a la lengua Chinook jargon y después al inglés por una tercera persona. Smith escribió su artículo partiendo de sus propias notas tomadas en la reunión y de lo que se duda es de la cantidad del mensaje del jefe indio que pudo llegarle a Smith. Así mismo, se cree que muchos conceptos en la versión de Smith serían difíciles de expresar en la lengua del Jefe Seattle. El mismo Smith dijo que sólo había escrito un fragmento del discurso del jefe indio. Con lo que se entiende que, más que los contenidos exactos, Smith trasladó el mensaje en las palabras del jefe Seattle. A lo largo de los años el texto se ha versionado en varias ocasiones.


Pero, de cualquier forma, el mensaje del texto está totalmente vigente hoy en día y el texto merece ser releído ya que refleja la visión de los nativos americanos de la naturaleza, de la Tierra; el amor y profundo respeto por los animales, por la naturaleza, por la Madre Tierra, la posibilidad de vivir en armonía con el Todo. Y es mucho lo que podemos aprender de esta filosofía de vida.



Dejo aquí copia del texto del discurso en una de sus últimas versiones:
El gran Jefe de Washington ha mandado hacernos saber que quiere comprarnos las tierras, junto con palabras de buena voluntad.
Mucho agradecemos este detalle, porque de sobra conocemos la poca falta que le hace nuestra amistad.
Queremos considerar el ofrecimiento, porque también sabemos de sobra que si no lo hiciéramos los hombres blancos nos arrebatarían las tierras con armas de fuego.
¿Pero, cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?
Esta idea nos resulta extraña, ni el frescor del aire, ni el brillo del agua son nuestros, ¿cómo podrían ser comprados?
Tenéis que saber que cada trozo de esta tierra es sagrado para mi pueblo, la hoja verde, la playa arenosa, la niebla en el bosque, el amanecer entre los árboles, los pardos insectos, son sagradas experiencias y memorias de mi pueblo.

Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra cuando comienzan el viaje a través de las estrellas. Nuestros muertos en cambio, nunca se alejan de la tierra, que es la madre. Somos una parte de ella y la flor perfumada, el ciervo, el caballo el águila majestuosa, son nuestros hermanos, las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre. Todos pertenecen a la misma familia.
El agua cristalina que corre por los ríos y arroyuelos no es solamente agua, sino, que también, representa la sangre de nuestros antepasados. Si os la vendiésemos, tendríais que recordar que son sagradas y así recordárselo a vuestros hijos. También los ríos son nuestros hermanos porque nos liberan de la sed, arrastran nuestras canoas y nos procuran los peces, además cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuentan los sucesos y memorias de la vida de nuestras gentes.
El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Sí, gran jefe de Washington, los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y alimento de nuestros hijos.
Si os vendemos nuestra tierra, tendréis que recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y que también lo son suyos, y por lo tanto deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.

Por supuesto que sabemos que el hombre blanco no entiende nuestra forma de ser, tanto le da un trozo de tierra u otro, porque no la ve como hermana, sino como enemigo, cuando ya la ha hecho suya la desprecia y sigue caminando, deja atrás la tumba de sus padres sin importarle. Secuestra la vida a sus hijos y tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos, son olvidados. Trata a su madre la tierra, y a su hermano el firmamento como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devora la tierra, dejando detrás solo un desierto. No lo puedo entender, vuestras ciudades hieren los ojos del hombre piel roja. Quizás sea porque somos salvajes y no podemos comprenderlo.
No hay un sitio tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde se pueda escuchar en la primavera el despliegue de las hojas o el rumor de las alas de un insecto. Quizás es porque soy un salvaje y no comprendo bien las cosas.
El ruido de la ciudad es un insulto para el oído, y yo me pregunto: ¿Qué clase de vida tiene el hombre que no es capaz de escuchar el grito solitario de la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la balsa?
Soy un piel roja y no lo puedo entender. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aroma de pinos.

Cuando el último piel roja haya desaparecido de la tierra, cuando no sea más que un recuerdo su sombra, como el de una nube que pasa por la pradera, entonces todavía estas riberas y estos bosques estarán poblados por el espíritu de mi pueblo, porque nosotros amamos nuestro país como ama el niño los latidos del corazón de su madre.

Si decidiese aceptar vuestra oferta, tendría que poneros una condición, que el hombre blanco considere a los animales de estas tierras como hermanos.
Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. Tengo vistos millares de búfalos pudriéndose abandonados en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco. Soy un salvaje y no comprendo como una maquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros matamos solo para sobrevivir.
¿Que puede hacer el hombre sin los animales? Si todos los animales desapareciesen, el hombre moriría en una gran soledad, todo lo que pasa a los animales muy pronto le sucederá también al hombre. Todas las cosas están ligadas.

Debéis enseñar a vuestros hijos, lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurre a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra, si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.
De una cosa estamos bien seguros. La tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra. Todo va enlazado, el hombre no tejió la trama de la vida; él es solo un hilo. Lo que hace con la trama, se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común. Después de todo quizás seamos hermanos. Ya veremos.
Sabemos una cosa, que quizás el hombre blanco descubra algún día: Nuestro Dios es el mismo Dios.
Vosotros podéis pensar ahora que él os pertenece, lo mismo que deseáis que nuestras tierras os pertenezcan, pero no es así. Él es el dios de todos los hombres y su compasión alcanza por igual al piel roja y al hombre blanco. Esta tierra tiene un valor inestimable para Él y se daña y se provoca la ira del Creador.
También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. El hombre no ha tejido la red de la vida solo es uno de esos hilos y está tentando la desgracia si osa romper esa red. Todo está ligado entre sí, como la sangre de una misma familia.

Si ensucias vuestro lecho cualquier noche moriréis sofocados por vuestros propios excrementos, pero vosotros caminareis hacia la destrucción rodeados de gloria y espoleados por la fuerza de Dios, que os trajo a esta tierra y que por algún designio especial, os dio dominio sobre ella y sobre la piel roja, ese designio es un misterio para nosotros.

Cuando los búfalos sean exterminados, los caballos salvajes domados, los rincones secretos de los bosques saturados con el aliento de tantos hombres blancos y la vista rosada de las colinas atiborrada de cables parlanchines, ¿dónde estará el bosque espeso? Habrá desaparecido. ¿Dónde estará el águila? Habrá desaparecido. Decir adiós al volar... la esencia de la vida empieza a extinguirse...

Nosotros entenderíamos si supiéramos lo que el hombre blanco sueña, ¿qué espera describir a sus hijos en las largas noches de invierno?, ¿qué visiones arden dentro de sus pensamientos?, ¿qué desean para el mañana?... Pero nosotros somos salvajes. Los sueños del hombre blanco están ocultos para nosotros y por ello caminaremos por nuestros propios caminos. Si llegamos a un acuerdo será para asegurar su conservación como lo han prometido.

Allí quizá podamos vivir nuestros pocos días como deseamos. Cuando el último piel roja se desvanezca de la tierra y su memoria sea solamente una sombra de una nube atravesando la pradera, estas riberas y pradreras estarán aún retenidas por los espíritus de mi gente, por el amor a esta tierra como los recién nacidos aman el sonido del corazón de sus padres.
Si les vendemos nuestra tierra, ámenla como nosotros la hemos amado. Preocúpense de ella, como nosotros nos hemos preocupado. Mantengan la tierra como ahora la adquieren, con toda su fuerza, con todo su poder y con todo su corazón. Presérvenla para sus hijos y ámenla como dios nos ama a todos nosotros. Una cosa sabemos: su Dios es nuestro Dios. La tierra es preciosa para Él. Ni el hombre blanco está exento del destino común.




Imágenes

Imagen 1: Única fotografía conocida del Jefe Seattle, tomada en 1864 por L.B. Franklin.
Imagen 2: Fotografía de Jan Kronsell de la estatua de bronce del Jefe Seattle en pie ubicada en Seattle, Washington, esculpida por James Wehn.
Imagen 3: Fotografía del busto del Jefe Seattle en la ciudad de Seattle, tomada por Steven Pavlov.

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